Todo comenzó en un día de verano, en una playa que parecía sacada de una postal. Ambos estábamos allí por casualidad, cada uno en su propio mundo. Yo había decidido darme una escapada después de semanas de trabajo, y ella, según me contó después, necesitaba un respiro de su rutina.
Recuerdo que estaba leyendo un libro bajo una sombrilla cuando, de repente, una pelota de voleibol cayó justo en mi toalla, llenándola de arena. Levanté la mirada algo molesto, pero todo se me olvidó al ver quién venía corriendo hacia mí, disculpándose con una sonrisa. Ahí estaba ella, con el cabello suelto al viento y una risa contagiosa que me desarmó al instante.
“Perdón por la arena”, me dijo, tratando de ayudarme a sacudirla, pero en realidad empeorándolo todo. Empezamos a hablar, primero de la pelota, luego del clima y, sin darnos cuenta, ya habíamos pasado horas conversando. Decidimos caminar por la orilla, y aunque nuestras palabras eran sobre cosas triviales, el ambiente alrededor nos envolvía en una especie de magia. El sonido de las olas, la brisa suave, el atardecer tiñendo todo de colores cálidos... era el escenario perfecto.
Nos sentamos en la arena, viendo cómo el sol se escondía en el horizonte, y ahí, entre risas y miradas cómplices, supe que algo especial había comenzado.
